Corría el año 1633 y la esposa del virrey del Perú, Ana de Osorio, condesa de Chinchón, padecía una fiebre tropical contra la cual los médicos españoles del virreinato confesaban que no podían hacer nada. El virrey, muy enamorado de su esposa y desesperado ante la amenaza de perderla, llamó a un curandero indígena que le aplicó quinina. Aunque el virrey no esperaba ningún milagro, la mujer mejoró de inmediato, la fiebre cedió en pocas horas, y ya estaba curada al día siguiente. El portento había sido obra de esta medicina que los europeos desconocían debido a su desprecio por lo que juzgaban supersticiones de los indios. El virrey ordenó a su médico que llevara a Europa la planta de la que se extraía el maravilloso remedio, una sustancia blanca, amorfa, sin olor, muy amarga y poco soluble, que se emplea en forma de sales para combatir, principalmente, la elevada fiebre causada por varias formas de malaria*. En el Viejo Continente, la llamaron chinchona en homenaje a la condesa, que no había tenido otro mérito que curarse. Un siglo más tarde, el botánico Carl von Linneo, por error la bautizó Cinchona, nombre científico que lleva hasta hoy. Aunque algunos autores sugirieron que es de origen quechua, parece más probable que la designación española chinchona haya vuelto a América, donde dio lugar entre los incas a quinquina y quinaquina, de donde más tarde se formó el vocablo español quinina.
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