En la Antigüedad clásica, el dominio del arte de la guerra y el coraje de los soldados eran valorizados en alto grado, pues de ellos dependía la propia supervivencia de las naciones, que eran, inevitablemente, conquistadas o conquistadoras.
Por esa razón, los griegos adquirieron la costumbre de erigir monumentos en el campo de batallas victoriosas, en el mismo lugar donde el enemigo había girado sobre sus talones para emprender la fuga. Estos monumentos se llamaron tropaion 'monumento erguido con los despojos del enemigo, en el lugar donde comenzó su derrota', forma neutra de tropé 'vuelta', 'ruta', 'camino'.
Los romanos heredaron esa costumbre, pero la adaptaron de acuerdo con la mentalidad imperial: construían sus monumentos bélicos en las plazas públicas, sobre todo en la propia Roma, bajo la forma de arcos de triunfo, de grandes columnas y de estatuas de los vencedores. Y adoptaron para nombrarlos la palabra griega con la forma trophaeum, el antecesor más cercano de nuestro vocablo trofeo.
En nuestra época, los trofeos suelen responder más bien a victorias deportivas, generalmente bajo la forma de copas o botines dorados.
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