El nombre de nuestro satélite nos viene del latín luna, contracción de lucina, una forma del verbo luceo, lucere ‘brillar’, ‘iluminar’. El verbo latino luceo provenía de la raíz indoeuropea leuk- ‘brillar’, ‘iluminar’. Los griegos la llamaban Σελήνη (Selene), en homenaje a la diosa que personificaba al astro, hija de Hiperion y de Tia. Selene fue amante de Zeus y de Pan, pero mantuvo un largo romance con el bello pastor Endymio, con quien habría tenido nada menos que cincuenta hijas.
Muchas palabras de nuestra lengua derivan del nombre de nuestro satélite; así lunar es el nombre de una mancha oscura y más o menos redonda en la piel; aunque no se sabe con certeza si se llamó así porque su redondez recordaba la de la luna o porque se creía que el lunar era causado por la influencia del astro sobre el niño aún en el seno materno. Esta segunda hipótesis parece ser la preferida por Corominas, quien cita un pasaje de Suetonio en el que se dice que Augusto nació con varias manchas sobre el cuerpo en la forma, orden y número de las estrellas de la Osa Mayor. Este etimólogo señala que sobre esta base puede haberse asentado la creencia del influjo de la luna sobre la aparición de los lunares.
No se detienen allí las creencias acerca del efecto de la luna sobre los hombres: lunático es el que padece locura no permanente, sino por intervalos, como las fases de la luna. Y no olvidemos la luneta, el pequeño cristal redondo que es la parte principal de los anteojos, y, también, la platea del teatro, que tiene forma de media luna. Ni el lunarejo, el animal llamado así porque tiene en su pelaje manchas que recuerdan lunares. Ni el lunes, el primer día de la semana, que tomó su nombre del latín dies lunae ‘día consagrado a la Luna’.
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