El hombre empezó a consumir miel hace miles de años, mucho antes del surgimiento de la escritura: se sabe que numerosas comunidades prehistóricas aprendieron a controlar, cultivar y explotar la producción de las abejas. La palabra proviene del latín mel, melis, que se derivó, a su vez, del vocablo griego meli y éste, de la raíz indoeuropea melit- (todos ellos de idéntico significado). Covarrubias, en su Tesoro de la lengua castellana (1611), nos ofrece esta curiosa explicación sobre la producción de la miel: […] la miel ordinaria (según lo da a entender Plinio) no es otra cosa sino un rocío del cielo que cae sobre las hojas de las hierbas y de los árboles, el cual las abejas desfloran, comen y lamen con muy grande apetito, a causa de su natural dulzor, y después de haberle alterado algún tanto en el vientre, sintiéndose muy hinchadas con él, por su demasiada abundancia, son constreñidas a vomitarle. Los griegos llamaban melissa a las abejas productoras de miel, y a partir de ese término, se formó el nombre propio Melisa (v. tb. melifluo*).
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