La búsqueda de la belleza por parte de las mujeres ha estimulado numerosas invenciones a lo largo de los siglos hasta llegar a los avances de la cosmética moderna, un ramo que hoy mueve miles de millones de dólares en la industria química y en la publicidad. Tal actividad no podía menos que dejar sus huellas en el lenguaje, en el que la etimología de vocablos como alcohol y belladona* constituye apenas un par de ejemplos de la incidencia, en la historia del idioma, del deseo de adquirir belleza. El hábito femenino de ennegrecerse los párpados no es nuevo: los ojos oscuros, u oscurecidos, ya estaban presentes en el modelo estético de la Baja Edad Media en los países mediterráneos. Pero como en aquella época las mujeres todavía no contaban con los productos de la cosmética moderna, se valían de un polvo hecho a partir del metaloide antimonio. Autores castellanos del siglo XIII describían el alcohol como ‘un polvillo finísimo de antimonio empleado por las mujeres para ennegrecerse los ojos’ y explicaban que el término provenía del árabe vulgar al kohól --al khul en árabe clásico--, que significaba ‘antimonio’. El antimonio se trituraba largamente para lograr aquel polvillo, y por los años del Descubrimiento, la palabra ya se usaba para referirse también a ‘cualquier esencia obtenida por trituración, sublimación o destilación’. Fue Paracelso el primero en llamar alcohol al ‘espíritu del vino’, ese sutilísimo vapor exhalado por algunas bebidas, que llena de alegría y exalta el espíritu, como se sabe desde los tiempos bíblicos. De ahí el calificativo ‘espiritoso’ o ‘espirituoso’, aplicado a las bebidas alcohólicas.
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